Lula castrista
Marzo 15, 2010
La semana pasada el Presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula, comparó a los disidentes cubanos que hacen huelga de hambre con delincuentes comunes de Sao Paulo. Lo hizo con tono de cómplice, como intentando espetar legitimidad al régimen castrista.
“Imaginen –dijo– que todos los bandidos presos en Sao Paulo entrasen en huelga de hambre y exigiesen libertad. Tenemos que respetar la determinación de la justicia y del Gobierno cubanos. La huelga de hambre no puede ser un pretexto de los derechos humanos para liberar personas”.
Tales declaraciones, seguramente aplaudidas por Chávez, reflejan desprecio por quienes luchan contra la humillación de vivir en la injusticia cubana. La huelga de hambre de Guillermo Fariñas, o la que causó la muerte de Orlando Zapata, no es un chantaje para doblegar la determinación de justicia de un Gobierno legítimo. Lula tendría que reservarse esa visión para narcotraficantes, guerrilleros y terroristas. No es justo aplicarla a disidentes cubanos. Un preso político cubano dista mucho de ser un delincuente común. No es alguien que conspira contra la paz social. Es una persona privada de libertad por actuar de acuerdo a su conciencia, lo cual representa el peor crimen en un totalitarismo.
Todo lo anterior permite reflexionar sobre el estado de la conciencia frente al poder ilegítimo. Una persona que escucha el llamado de la conciencia y se aferra a él ya transita la senda de la libertad. Hace patente con cada acción y con su vida un principio que incomoda a los autócratas: la primacía de la verdad sobre el poder. Sólo cuando prima la verdad moral se puede exigir obediencia desde el poder. De lo contrario no se obliga en conciencia. Pero acaso lo más importante en una persona que se aferra a la conciencia es que se abre a la trascendencia. Preserva intangible “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios” (Gaudium et spes, N° 16). Aquí está el meollo del asunto. Es Dios, y sólo Dios, el fin de la existencia humana. No hay gobernante ni ideología que puedan erigirse en la vocación última de la persona. Por eso, como Sócrates, es “preciso obedecer al dios antes que a los hombres”, aunque ello suponga males terrenos.
La tarea de liberar a Venezuela comienza por rescatar las conciencias de los venezolanos. Especialmente la de los de los chavistas. Se trata de mostrar que Chávez no es la finalidad de nuestra existencia. Tampoco el socialismo del siglo XXI ni ninguna otra superstición ideológica. Ello es, en sí mismo, un programa político que debe informar todo aquello con cuanto la oposición enfrente a Chávez. Es lo único que coloca la lucha en clave moral. No hay razones estratégicas ni tácticas que puedan justificar la huida del intento de liberar conciencias, de hablarle a la gente de los temas de fondo. En las actuales circunstancias una elección es una ocasión de liberar conciencias. Ése es, y no otro, el mayor valor del 26-S.
Marzo 15, 2010
La semana pasada el Presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula, comparó a los disidentes cubanos que hacen huelga de hambre con delincuentes comunes de Sao Paulo. Lo hizo con tono de cómplice, como intentando espetar legitimidad al régimen castrista.
“Imaginen –dijo– que todos los bandidos presos en Sao Paulo entrasen en huelga de hambre y exigiesen libertad. Tenemos que respetar la determinación de la justicia y del Gobierno cubanos. La huelga de hambre no puede ser un pretexto de los derechos humanos para liberar personas”.
Tales declaraciones, seguramente aplaudidas por Chávez, reflejan desprecio por quienes luchan contra la humillación de vivir en la injusticia cubana. La huelga de hambre de Guillermo Fariñas, o la que causó la muerte de Orlando Zapata, no es un chantaje para doblegar la determinación de justicia de un Gobierno legítimo. Lula tendría que reservarse esa visión para narcotraficantes, guerrilleros y terroristas. No es justo aplicarla a disidentes cubanos. Un preso político cubano dista mucho de ser un delincuente común. No es alguien que conspira contra la paz social. Es una persona privada de libertad por actuar de acuerdo a su conciencia, lo cual representa el peor crimen en un totalitarismo.
Todo lo anterior permite reflexionar sobre el estado de la conciencia frente al poder ilegítimo. Una persona que escucha el llamado de la conciencia y se aferra a él ya transita la senda de la libertad. Hace patente con cada acción y con su vida un principio que incomoda a los autócratas: la primacía de la verdad sobre el poder. Sólo cuando prima la verdad moral se puede exigir obediencia desde el poder. De lo contrario no se obliga en conciencia. Pero acaso lo más importante en una persona que se aferra a la conciencia es que se abre a la trascendencia. Preserva intangible “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios” (Gaudium et spes, N° 16). Aquí está el meollo del asunto. Es Dios, y sólo Dios, el fin de la existencia humana. No hay gobernante ni ideología que puedan erigirse en la vocación última de la persona. Por eso, como Sócrates, es “preciso obedecer al dios antes que a los hombres”, aunque ello suponga males terrenos.
La tarea de liberar a Venezuela comienza por rescatar las conciencias de los venezolanos. Especialmente la de los de los chavistas. Se trata de mostrar que Chávez no es la finalidad de nuestra existencia. Tampoco el socialismo del siglo XXI ni ninguna otra superstición ideológica. Ello es, en sí mismo, un programa político que debe informar todo aquello con cuanto la oposición enfrente a Chávez. Es lo único que coloca la lucha en clave moral. No hay razones estratégicas ni tácticas que puedan justificar la huida del intento de liberar conciencias, de hablarle a la gente de los temas de fondo. En las actuales circunstancias una elección es una ocasión de liberar conciencias. Ése es, y no otro, el mayor valor del 26-S.
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